viernes, 16 de octubre de 2015

El reencuentro

“Un hombre tenía dos hijos”… Con esas palabras, Jesús nos introduce en la tercera y última historia de las contenidas en el capítulo 15 de Lucas, que es el desenlace consecuente de los relatos precedentes. En las parábolas anteriores, hay un elemento activo (un hombre, una mujer) y otro pasivo (una oveja, una moneda). Pero, para responder plenamente al cuestionamiento de los religiosos, Jesús nos presenta una última historia en que todos sus actores son activos, todos tienen un rol. Así es el encuentro con Dios, una relación de personas que actúan libremente.

"Jesús contó esto también: «Un hombre tenía dos hijos, y el más joven le dijo a su padre: “Padre, dame la parte de la herencia que me toca.” Entonces el padre repartió los bienes entre ellos. Pocos días después el hijo menor vendió su parte de la propiedad, y con ese dinero se fue lejos, a otro país, donde todo lo derrochó llevando una vida desenfrenada. Pero cuando ya se lo había gastado todo, hubo una gran escasez de comida en aquel país, y él comenzó a pasar hambre. Fue a pedir trabajo a un hombre del lugar, que lo mandó a sus campos a cuidar cerdos. Y tenía ganas de llenarse con las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie se las daba. Al fin se puso a pensar: “¡Cuántos trabajadores en la casa de mi padre tienen comida de sobra, mientras yo aquí me muero de hambre! Regresaré a casa de mi padre, y le diré: Padre mío, he pecado contra Dios y contra ti; ya no merezco llamarme tu hijo; trátame como a uno de tus trabajadores.” Así que se puso en camino y regresó a la casa de su padre. Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y sintió compasión de él. Corrió a su encuentro, y lo recibió con abrazos y besos. El hijo le dijo: “Padre mío, he pecado contra Dios y contra ti; ya no merezco llamarme tu hijo.” Pero el padre ordenó a sus criados: “Saquen pronto la mejor ropa y vístanlo; pónganle también un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traigan el becerro más gordo y mátenlo. ¡Vamos a celebrar esto con un banquete! Porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a vivir; se había perdido y lo hemos encontrado.” Comenzaron la fiesta. Entre tanto, el hijo mayor estaba en el campo. Cuando regresó y llegó cerca de la casa, oyó la música y el baile. Entonces llamó a uno de los criados y le preguntó qué pasaba. El criado le dijo: “Es que su hermano ha vuelto; y su padre ha mandado matar el becerro más gordo, porque lo recobró sano y salvo.” Pero tanto se enojó el hermano mayor, que no quería entrar, así que su padre tuvo que salir a rogarle que lo hiciera. Le dijo a su padre: “Tú sabes cuántos años te he servido, sin desobedecerte nunca, y jamás me has dado ni siquiera un cabrito para tener una comida con mis amigos. En cambio, ahora llega este hijo tuyo, que ha malgastado tu dinero con prostitutas, y matas para él el becerro más gordo.” El padre le contestó: “Hijo mío, tú siempre estás conmigo, y todo lo que tengo es tuyo. Pero había que celebrar esto con un banquete y alegrarnos, porque tu hermano, que estaba muerto, ha vuelto a vivir; se había perdido y lo hemos encontrado.” Lucas 15.11-32

En la mayor parte de las sociedades, para no arriesgarnos a decir en todas, el hijo o hija mayor posee una relevancia particular. En la historia que nos ocupa, por el contrario, todo gira en torno del menor. Quien debería, por la fuerza de las circunstancias, “ponerse en su lugar”, reclama su parte de la herencia. Con arrogancia y rebeldía el hijo menor exige su parte. Sorprendentemente el padre accede, otorgándole su parte de la hacienda.

Habiendo conseguido su independencia, y los recursos para demostrarla, el hijo menor deja el hogar. Nada quiere saber con quedarse cerca. No, se va a una tierra lejana, una provincia apartada donde nadie le conoce. Su actitud hacia el padre había sido despreciable, lo mejor era correr entre los extraños, ocultarse, pasar por una persona decente, educada y de buena posición. Máscaras que no lograron disfrazar lo que era en realidad: “todo lo derrochó llevando una vida desenfrenada”.

Una vida desreglada, tarde o temprano, lleva a la ruina. Y el hijo menor no fue la excepción. En su desenfreno malgastó todo cuanto había recibido de su padre. Él, que llegó a esa tierra como un potentado, se encontraba ahora en la miseria. Para empeorar la situación, una gran carestía se abatió sobre su nueva patria. Entonces, sufrió hambre. Él, que había recibido su parte de la herencia, fue reducido a la mendicidad.

En la necesidad cualquier auxilio es bienvenido. El hambre acuciante destruye cualquier resabio de arrogancia que aún pudiese anidar en el corazón. Hambriento, sin recursos, extraño en tierra extraña, el hijo menor se humilla para cuidar cerdos. Cualquier resto de dignidad, al entrar en la porqueriza, se va como el viento que pasa.

El joven mimado y arrogante, que había conseguido que su padre le diese sus posesiones antes de tiempo y contra todas las leyes y costumbres, ahora no es más que un pordiosero. Pobre, desestimado, e impuro. Ya nada más importaba, si fuese posible él quería comer las algarrobas de los inmundos cerdos. Pero nadie se las daba. El colmo de la desesperación, darse cuenta que no valía ni siquiera lo que los puercos.

En este punto los religiosos ya se habrían dado cuenta quién era ese hijo menor. Seguramente pensaban: “bueno, aunque es extraño, este rabino Jesús piensa más o menos como nosotros… los publicanos y pecadores son inmundos, y es como si cuidasen cerdos”. Para los fariseos de ayer y de hoy no existe nada más importante que poder justificarse como buenos, y también asegurarse que todos los demás son perversos e inmundos, y están irremisiblemente condenados (Lucas 18.11, 12).

El hambre puede ser un maestro cruel, pero efectivo. Y el hambre de alimento no siempre es la peor. Existen hambres más profundas y mucho más difíciles de saciar. Aunque debemos reconocer que la falta de pan es, tal vez, la situación más triste en que un ser humano puede encontrarse. Acuciado por su apetito insatisfecho, ¡el hijo menor vuelve en sí!

Él, que lo había tenido todo, se da cuenta de lo bajo que ha caído. Nació para ser heredero, pero ahora es un pordiosero reducido a cuidar de animales inmundos. Sabe que, en casa de su padre, aun los siervos y jornaleros gozan de abundancia. ¿Por qué quedarse en esa situación tan triste? Porque para volver atrás habría que reconocer todo lo que se hizo mal.

“Jesús les preguntó: ¿qué opinan ustedes de esto? Un hombre tenía dos hijos, y le dijo a uno de ellos: ‘Hijo, ve hoy a trabajar a mi viñedo’. El hijo le contestó: ‘¡No quiero ir!’ Pero después cambió de parecer, y fue. Luego el padre se dirigió al otro, y le dijo lo mismo. Este contestó: ‘Sí señor, yo iré.’ Pero no fue. ¿Cuál de los dos hizo lo que su padre quería? El primero – contestaron ellos. Y Jesús les dijo: Les aseguro que los que cobran impuestos para Roma, y las prostitutas, entrarán antes que ustedes en el reino de los cielos. Porque Juan el Bautista vino a enseñarles el camino de la justicia, y ustedes no le creyeron; en cambio, esos cobradores de impuestos y esas prostitutas sí le creyeron. Pero ustedes, aunque vieron todo esto, no cambiaron de actitud para creerle.” Mateo 21. 28-32

El arrepentimiento es una disposición del corazón que se refleja en actitudes. Implica reconocer y no justificar la propia falta, asimilar el daño causado a sí mismo y a los demás, y estar dispuesto a reparar y pedir perdón. Eso es arrepentimiento, cambio de mente y de dirección. No es arrepentimiento aquél que produce nada. Como los hijos de la parábola anterior, solamente cumple con el deseo del padre aquel que va y hace. Responder sí o no es importante, pero decisivo es hacer o no hacer.

Agobiado por sus circunstancias, el hijo menor asume una actitud: volverá a casa de su padre. Él ensaya las palabras que dirá: “Padre mío, he pecado contra Dios y contra ti; ya no merezco llamarme tu hijo; trátame como a uno de tus trabajadores.” Con el corazón cambiado, emprende el camino de regreso… No sabe cómo será recibido, pero ya nada lo detendrá. El auténtico arrepentimiento no se guía por intereses egoístas, actúa y ya, porque eso libera.

Todavía estaba el hijo lejos de casa cuando, a la distancia, el padre le vio venir. El amor del padre nunca cesa de esperar por el regreso del hijo que, aunque perdido, siempre tendrá un lugar en el hogar. La compasión y la misericordia impulsan la carrera del padre, él se adelanta y toma la iniciativa de ir al encuentro del hijo que vuelve, así como el hombre que fue al desierto en busca de su oveja y la mujer que iluminó y barrió su casa para encontrar la dracma. Antes de mediar cualquier palabra, el abrazo y el beso del padre expresan lo que ningún discurso jamás podrá decir.

El amor incondicional es incomprensible. La actitud humana suele estar regida por: te quiero si tú me quieres. No por ser recibido con un abrazo y un beso el hijo menor da por sentado el perdón, como si este fuese una obligación. No, él dice las palabras que tantas veces repitió durante el camino: “Padre mío, he pecado contra Dios y contra ti; ya no merezco llamarme tu hijo; trátame como a uno de tus trabajadores.”

Lejos de escuchar la confesión del hijo, que no por ser motivada por el hambre era menos sincera, el padre manda a sus siervos que lo vistan, le den un anillo y zapatos para calzarlo. Es una completa restauración. El vestido representa la justicia y la seguridad (Gn 3.21), como la oveja que fue rescatada. El anillo, símbolo de autoridad (Gn 41.42), nos refiere al valor recuperado, como aquella dracma que la mujer buscó hasta encontrar. Y por último, los pies calzados indicaban el camino recto que el hijo había retomado. El que estaba perdido y muerto, fue encontrado y revivió.

El reencuentro es motivo de regocijo, de festejo, de gozo y alegría (versículos 7 y 10). El padre manda a preparar el mejor animal del rebaño; no se repara en precios cuando la fiesta es verdadera. El regreso del aquel hijo que se daba por perdido ameritaba lo mejor, lo más valioso (cf. 1Pe 1.18-19). El amor de Dios es incomprensible, pero su espera es constante, su favor, inquebrantable y su perdón, completo.

“¿Por qué éste come con publicanos y pecadores?” Porque vino a buscar y salvar lo que se había perdido. Vino a conducirnos a la seguridad del hogar que nunca debíamos haber dejado, y proveernos de abrigo y sustento (cf. Jn 10.9) Vino a devolvernos nuestro justo valor (cf. 1Co 6.20). Vino para ser nuestro banquete de alegría en la casa del padre (cf. Ap 19.7-9).

La música y las danzas, sonidos de la fiesta, llamaron la atención del hijo mayor que retornaba después de un día de intenso trabajo en el campo. Para él no había nada de especial aquel día, era uno más de labor y rutina. Sin comprender qué podría estar sucediendo, le preguntó a uno de los empleados de la casa ¿qué era aquello?

La historia que nos ocupa se inició diciendo: “Un hombre tenía dos hijos”, pero hasta ahora no se había mencionado al hijo mayor. No fue él quien exigió que su padre repartiese la herencia, él era respetuoso. No fue él que se fue a una tierra lejana a disipar sus bienes, él era responsable. No fue él quien tuvo que cuidar cerdos, él era puro. Cuando por fin aparece en la historia, viene del campo, de la labor, él es trabajador. El hijo mayor es un ejemplo, un buen modelo diríamos todos.

Al escuchar cuál era el motivo del festejo: “¡tu hermano volvió a casa! Por eso tu padre mandó a matar el mejor becerro y mandó a hacer esta fiesta”, él sintió un intenso enojo. Su hermano, irrespetuoso, irresponsable, pecador e impuro, volvió a casa después de malgastar la herencia recibida y ¿además le hacen fiesta? ¡Eso es tan injusto!

Así, como el hijo mayor, eran los fariseos y escribas que habían interpelado a Jesús por recibir y compartir la mesa con publicanos y pecadores. Ellos siempre habían permanecido “en la casa”, y se habían esforzado por hacer las obras de la ley “trabajando en el campo”, pero no podían entender la fiesta y la liberalidad del padre para conmemorar el regreso del pecador inmundo y disoluto. Podían, exteriormente, aparecer como ejemplos de justicia, pero estaban llenos de amargura.

La amargura hace que el hijo mayor rechace la invitación del padre para unirse a la fiesta. La vida es dura, no hay espacio para la fiesta ociosa. Ante la insistencia amorosa del padre, su respuesta es rígida y rencorosa: “Tú sabes cuantos años te he servido, sin desobedecerte nunca, y jamás me has dado ni siquiera un cabrito para tener una comida con mis amigos. En cambio, ahora llega este hijo tuyo, que ha malgastado tu dinero con prostitutas, y matas para él el becerro más gordo.”

Hemos aprendido a reaccionar según el libreto, sabemos que la actitud del hijo mayor está mal. Pero, bien dentro nuestro, sentimos que él tenía razón. No podemos dejar de solidarizarnos con su justa indignación. Su padre no veía bien las cosas. ¿Cómo llamar hermano a ese libertino? No, es simplemente “ese hijo tuyo”

Una vez más nos sorprende el enigma misterioso de la gracia; el propósito del padre es la fiesta para todos sus hijos. No rechaza los argumentos enardecidos de su hijo mayor, pero le hace ver que, desde siempre: “Para todas las cosas hay sazón, y todo lo que se quiere debajo del cielo, tiene su tiempo… tiempo de llorar, y tiempo de reír; tiempo de endechar y tiempo de bailar.” (Eclesiastés 3.1, 4) Y ahora, que todos estaban juntos, era tiempo de fiesta y alegría.

El regreso del hijo perdido y dado por muerto es motivo para regocijarse. Llamar a los publicanos y pecadores al arrepentimiento, y anunciarles el amor constante del Padre, es motivo suficiente para recibirlos y comer junto con ellos. Si los cielos y los ángeles del cielo se alegran por un pecador que se arrepiente, ¿cómo no alegrarnos también nosotros? ¿Cómo no sumarnos al festejo, al banquete de Dios?

A los ojos de Dios, todos estamos muertos en nuestros delitos y pecados (cf. Ef 2.1, 5). Cuando nos volvemos a Dios, que nos busca y nos llama sin cesar, recibimos vida, vida auténtica y plena (cf. Jn 5.24-25; Cl 2.13). Y por cada uno de nosotros, Dios se alegra y dice: “era menester hacer fiesta, porque este tu hermano muerto era, y ha revivido; habíase perdido, y es hallado”.

En la mesa del reencuentro y la reconciliación encontramos nuestra verdadera identidad. Somos amparados en la seguridad del hogar, en una comunidad de amor. Recobramos nuestro valor, ya que fuimos comprados por un alto precio. El banquete es de alegría, de amor, de fraternidad solidaria. Todos somos bienvenidos a la casa del Padre. Sin importar el pasado, sin preocuparse por el futuro, en un eterno ágape.

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